Cinegarage | Entre la noche y el día, crítica
Erick Estrada
Un hombre solitario, entre el autismo y un mundo interior -más interesante que este- deambula por una casa. Lo dejan salir, casi tan anónimamente como lo dejan entrar una hora y media después. Cuando la puerta se abre de nuevo sabemos que es su hora y media semanal de paseo, misma que dedica (y ha dedicado) a recoger cuanta cosa se le atraviesa en el camino de su casa al parque y de regreso. Cuando la puerta se abre de nuevo sabemos que tiene como nuevo amigo a una rata enferma que recogió de entre el césped, pero también que es prácticamente el esclavo de su familia, a la que sirve sin darse cuenta y quienes lo maltatan con toda la conciencia.
En ese mundo casi microscópico, comprimido, en esa casa vieja que rechina cuando sus habitantes respiran, se dibujan las hipocresías familiares de la clase media mexicana con diálogos igualmente comprimidos y diminutos, con una cámara que no se pasea en esos espacios, pero que los disecta de corte en corte.
A limpiar zapatos, a servir café, a no comer así… el maltraro hacia Francisco (ese hombre hundido en sus ruidos, a veces escapando de los rechinidos de la casa, a veces metido ahí sin remedio debido a su enfermedad) se hace más grave, más notorio y en consecuencia, la falta de respeto de su familia hacia él, la cruel conveniencia de tenerlo enfermo y encerrado, la crueldad hacia su persona, también queda definida. De ahí en adelante, en el traspaso de Francisco entre hermanos, nos harán rebotar de uno y de otro lado y nos orillarán, casi sin remedio, a tomar partido por el hombre enfermo, igual que él lo hizo por la rata.
El análisis visual que de esta pequeña situación hace Bernardo Arellano es lo suficientemente profundo para originar varias preguntas pertinentes, para señalar defectos y deformaciones de la sociedad mexicana urbana de nuestros días, para dejarnos cuestiones sobre la humildad, sobre la razón, sobre lo que se considera “normal” aunque esa “normalidad” se base en el sometimiento de lo “anormal”, de aquellos llamados distintos.
Sin retorcimientos, sin estruendos, sin sangre salpicando la pantalla, la disección de Bernardo nos lleva a un final entre onírico y mortal, al encuentro de dos seres que seguramente han sido descastados (o que lo serían de encontrarse entre nosotros, que es más grave). Es un momento final jovial y sutil, donde la camaradería es tan natural como las preguntas del cierre de la película.
¿Es acaso la muerte la salida para estas personas? ¿Dónde estamos nosotros cuando eso ocurre? Es la muerte así de verde, así de juvenil aunque se ocupe de los ancianos? O es que se trata del escape surgido de una mente castigada. Bernardo no da la respuesta. Provoca las preguntas, que creo es más valioso en este caso.